domingo, 21 de octubre de 2012

"Pelo"

Enrique lo encontró a mi viejo bastante perturbado porque no hallaba por ningún lado -y jamás halló- una antigua correa como la que usan los canillitas para cargar los diarios, que había heredado de su amado tío Florentino. "¿Cómo puede ser?" -decía- "¡La correa del tío Florentino!", se lamentaba.
Enrique -o "Pelo", tal su apodo para nosotros- lo escuchaba. Pelo siempre escucha, y asiente pacíficamente, casi zen. Con su natural, sencilla y arrabalera sabiduría, lo tomó del hombro y le dio no un consuelo, sino un consejo de vida: "Pero negrito... no busqués más... la tenés acá...", le dijo, suavemente, mientras le palmeaba el pecho del lado del corazón. Y mi viejo nunca más volvió a buscar esa preciada correa. Desde ese momento entendió, por fin y de manera práctica -porque siempre lo supo- que uno no pasea por los campos del recuerdo ni con la vista ni con el tacto, y que solo el corazón es permeable a las nostalgias. El único y genuino depositario de todo lo que tenga valor afectivo. Los objetos son meros farsantes.

Enrique es así. Con menos de 8 palabras, logra cambiar tu visión de las cosas como si fuese un ilusionista que en lugar de alucinarte una fantasía, le cambia la perspectiva y los colores a tu realidad cuando ésta se altera y destiñe.

Mi papá era muy jovencito cuando lo conoció trabajando en una sastrería, un adolescente. Pelo ya era un hombre, que hacía rato salía a las milongas como un lobo estepario y con la bohemia eran dos patos marchando a la par. En las orquestas de Carlos di Sarli (su favorito de siempre) por ejemplo, sacaba a bailar a una muchacha. Mataba un trago, se acomodaba el saco, tomaba su mano con la izquierda, la cintura con la derecha, acercaba su frente, cerraba los ojos, sus oídos olían el perfume de la melodía, su mundo interior estallaba como una ola contra un acantilado y entonces, danzaba. La muchacha y él eran dos desconocidos, así que luego de largos segundos en silencio, al ver que Enrique no emitía sonido, ella tomaba la iniciativa, haciéndole alguna pregunta: "¿viene de lejos?", por caso. Pero Enrique, ensimismado, embriagado entre las caricias de los violines y sintiéndose más vivo que nunca gracias a las cuerdas del piano, que con su tensión vibraban en sus piernas, su nuca y sus sienes con una cosquilla alegre, y gracias a ese bandoneón que respiraba por él inflándole y desinflándole el pecho, respondía: "escuchemos... después hablamos... ahora, bailemos...". Porque él iba a bailar. A escucharlo al Tuerto. Para lo banal, para lo que fueron todas y todos, ya habrá tiempo.

Tiempo. Ahora lo percibo. Eso es lo que me transmite Enrique: tiempo. No por sus años, que no son pocos. Sino por la cadencia con que lo maneja. Al caminar, al mirar, al hablar, al sonreír, al beber. Como si fuese su dueño. Como si lo manejara a piacere. Como si anduviera levemente en cámara lenta. Despreocupado, relajado, ajeno a los tiempos que digitan los constantes nuevos tiempos, atemporal. Como Bochini, Riquelme o Pastore, que en lugar de una pelota lleva dominado un reloj en los pies.

Pelo anda desaparecido. La última vez que se lo vio fue el 8 de Octubre de este año. Despacito, tranquilito, se fue. En un instante se hizo etéreo. Y ahora nuestra vista y nuestro tacto son demasiado superficiales para acceder a él. Son una tontería. No sirven. Son sentidos absurdos para percibir a un océano viviente como Enrique, lleno de profundidad.
Así es que ni lo buscamos, porque en casa aprendimos para siempre su lección: está más cerca que nunca, está acá, en medio del pecho.
Como la correa del tío Florentino.

Para Betty y Daniel.







domingo, 8 de enero de 2012

Los Códigos


Roberto Escalera es un volcán de anécdotas de lo más desopilantes y de acciones conmovedoras. De niño me parecía alguien salido de un sketch de Alberto Olmedo.
Un viejo y entrañable amigo de la familia que lograba hacerme reír estrepitosamente a carcajadas, como muy poca gente de su edad lograba y cuyas circunstancias de la vida, ya sean carencias o simplemente errores del pasado, lo arrastraron a situaciones de marginalidad, de las cuales tuvo que dar cuenta pasando un tiempo en las sombras. Tiempo del cual se registran secuencias que parecen salidas de una comedia italiana, como la que cuenta Pepe, el quinielero, quien con otros muchachos del barrio fueron a hacer un desafío a la cárcel con algunos internos conocidos. Cosas de antaño, que sucedían ciertamente, y que hoy resultan fantasiosas.

Pronto a empezar el partido, Pepe ve a Escalera pasar, agobiado, con un par de baldes de agua:

-¡Roberto! ¡Vos también viniste!
-Yo no vine, Pepe... a mí me trajeron...

Roberto aborrece a los fierros, a los asesinos y todo aquel que porte un arma. No era eso parte de su estilo. Pero el estigma carcelario logró que muchos le den la espalda, lo cual atentaba contra sus ansias de comenzar de nuevo y de acceder a un trabajo digno.

Armando Feola, el Gordo, era chef y socio de algunos restaurants muy cajetillas. Tenía una habilidad para encarar ese tipo de emprendimientos realmente notable, capaz de hacer funcionar una fábrica de estufas en pleno desierto. Estableció una bella amistad con mis padres y allá por el año 1987 hizo el catering del cumpleaños de 15 de mi hermana sin cobrar un centavo.

Por esos mismos años, el Gordo Feola le dio trabajo a Escalera -a quien no conocía de hacía demasiados años- en una parrillita que se puso en Rivadavia y Esmeralda, en la que fuese la casa del gobernador Manuel Dorrego, en un hecho que aun no sabemos como logró y que solo Feola podía lograr con su implacable astucia persa, ya que era un lugar que, entendemos, es patrimonio de la ciudad.

Unos años después, el Gordo Feola falleció.

Desde ese entonces, año tras año y en uno de los gestos de humildad y grandeza más significativos que he conocido en mi vida, Escalera le lleva, religiosamente y sin fallarle jamás, una flor a su tumba.








domingo, 1 de enero de 2012

Me voy corriendo a ver que escribe en mi pared, el arrabal de antes...


Sucede que el tiempo solo es distancia, demasiada cercana a esta caricia de aromas, que se funden en una maravillosa fragancia que invaden sus vidas... y ya no hay padre ni hijo, es solo esencia. Y es tan bella que no solo se percibe: se ve, se siente... como una acuarela perfecta de barrio, casa, fueye y Rock. Como si el gordo Troilo y el Indio Solari, desde un rutilante escenario, les diesen un concierto, de bolsillos llenos de deudas saldadas...

Héctor Gaspar Guaglianone.