lunes, 31 de mayo de 2010

ORO GRIS


Los cuerpos descansan
No encienden su luz
Vos andás por ahí

Reposa en tu hombro
El peso de una cruz
Condenas de abril

La piel raspa el hueso
Borracho de sol
La sed del jazmín

Recuerdos que punzan
Se estrujan los párpados
Pudores sin fin...

Viajante de plomo
Mudando la escama
Serpiente y alfil

La noche asesina
Cupidos con SIDA
No hay flechas aquí

Almas con precio
Remate de esencias
Mercado febril

La compra y la venta
El dolor y la cura
Lo puro y lo vil

Y en medio tu cara
Se aplasta y deforma
Maduro infantil

miércoles, 26 de mayo de 2010

VOZARROTA



Monté al subte de la Línea E, estación Varela, rumbo a mi trabajo. Me senté en un asiento individual. Una estación después, en Medalla Milagrosa, subió un hombre grandote, desaliñado, de barba canosa y pelo semi largo también canoso y maltratado. Tenía una gorrita verde y una remera roja gastada, asi como sus jeans y zapatillas, una bolsa con pan viejo, la cara tostada llena de surcos, ojos tristes encendidos, y un pedo importante. Olía fuerte. Se desplomó frente a mi, despatarrado, ocupando el ancho del asiento doble, chupándole todo un huevo.

En José María Moreno arribó un tipo de porte ejecutivo, cabezón, clásico estereotipo de garca, con su maletín y su barriga y su corbata roja brillante acompañando el traje gris rayado, y su cabello también canoso y bien tratado. Se sentó a la altura del ebrio, del otro lado del pasillo, en diagonal a mi.
No le había prestado atención hasta que el borrachín, quien hasta ese momento estaba en silencio, y a quien de ahora en más lo llamaré "Vozarrota", para dejar de ponerle adjetivos descalificativos y porque tenía la voz rota, entró a vociferar con aguardientes exclamaciones cosas que no podía dilucidar porque el subte estaba en marcha y el ruido me impedía oir claramente, y porque estaba sumergido en un libro. La lógica, vieja prejuiciosa, resumiendo como de costumbre todo a lo clásico y básico, me susurró: "otro borracho limón".

Pero el subte paró, y entonces oí. Vozarrota no estaba dando opiniones etílicas inconexas que a nadie le importan, a la marchanta. Estaba descansando al chabón, a quien de ahora en más llamaré "Silencioso Alfio", porque todo el tiempo se mantuvo silencioso, en posición meditabunda, como controlando sus formas, y porque tenía cara de Alfio. Arrancó de a poco:

-Mirá que facha, la corbata colorada, ahi... el saco... que bien eh...

No puedo hacer conjeturas sobre Silencioso Alfio. Aunque tenía todo el porte de un tipo de negocios, estaba viajando en subte y no en un Porsche. Podía ser un ejecutivo de cuenta de un banco que se quedó a gamba o un vendedor de Tramontina. Pero algo era claro: Vozarrota veía en él a todos aquellos que hacen y deshacen. Estaba proyectando su frustración. Y cada vez se daba más y más manija y ya no metía tanta pausa, estaba haciendo declaraciones de principios. Y su voz abría la boca y decía:

-...porque habría que inventar un tensiómetro de estómagos, y medir los tamaños... o no, flaco?

Me hablaba a mi, buscando consenso. La situación era de esas sumamente incómodas, donde la tensión electrifica la atmósfera, y donde uno sentía pudor ajeno y si quería zafar de esa sensación tan chota, que iba a hacer? En otro contexto se pilotea, uno elige: se queda chusmeando y apreciando la crucifixión pública de un individuo a otro, o se levanta, saturado, y se va. Pero estaba encerrado en una lata móvil. Y tampoco uno es tan sensible al punto de decir "suficiente, me bajo en la que viene". Me hago el boludo y listo. Aun asi, cuesta acomodarse ajeno a todo como si nada pasara, cuando a centímetros de uno está despatarrado un borracho sin modales rompiendo un clima solemne como el de los zombies que viajan en ese medio, todos abstraídos. Es atípico. En un bondi se puede dar, son más cachivaches sus usuarios. Pero en el subte todos se comportan como en misa, y si hablan lo hacen muy bajito.
Por otro lado, en cierto punto, Silencioso Alfio daba pena porque quizá nada que ver, pero por otro lado quién sabe, entonces me dejé llevar por la situación y tomé una postura interna y necesaria para mi paz mental, donde me estaba cabiendo que le mande fruta. Me subí entonces, en las ideas, al bondi de Vozarrota. Comencé a hinchar por él. Me estaba dejando llevar por ese popular prejuicio que en vez de hacerte repudiar a un cabeza te hace repudiar a un cajetilla. Porque convengamos que entre uno que se viste como los que están en esas oficinas o en esos recintos magnos y un harapiento cantándole las cuarenta, no hay demasiado para evaluar. Si son las que en el fondo todos los que alguna vez nos sentimos ultrajados por gente de esa calaña, tenemos ganas de batirles cuando vemos a uno de ellos. Es hinchar por el equipo chico contra el grande, es el David contra el Goliat, es milenario. Pero estamos domesticados. Acostumbrados a que es asi. A nunca ganar. Asi que hipócritamente los respetamos, y si la quieren poner, nos damos vuelta, callados, y el cosmos sigue su orden. Después si, despotricamos entre nosotros sobre lo mucho que nos duele el culo, y en cualquier Mc Donald's la revolución está latente.

Esa primera vez que se dirigió a mi, levanté la vista con el ceño fruncido y asentí con la cabeza fugazmente, dandole la razón como a un loco para zafar rápido de esa situación de mierda, y mostrándome cobardemente lejano a su mambo, a pesar de que, como comentaba, en el fondo lo bancaba, pero sin jugármela. Incluso casi como ofendido del maltrato que le estaba propinando a Silencioso Alfio, que ciertamente nada había hecho, solo andar trajeado y tener cara de garca. Porque en esa primera instancia, si la policía mental hubiera irrumpido con palos y prepotencia y subido en ese preciso momento al colectivo ideológico de Vozarrota a ver quién viajaba en el, y me encontraba, no habría saltado por él, a defenderlo como a un Perón o a un Pancho Villa. Yo, desde mi lugar en el asiento del fondo, habría inventado que me subieron a la fuerza el y sus amigos vagabundos, que yo no quería, que Vozarrota me obligó, que amenazó a mi familia, que por favor no me detenga, que cómo voy a pensar asi de Silencioso Alfio y de todos los ciudadanos dignos que se visten como muñeco de torta si mi padre trabajó en las dos mejores sastrerías del país cuando muchacho y fue el mejor vendedor y que justo esa semana me iba a tatuar la cara de un conocido funcionario público y el logo de Techint en la espalda entera.

Vozarrota siguió torturándolo con su rencorosa lengua de madera que mezclaba verdades con ideas y propuestas tan propias de las mentes que limbean entre la realidad y la ficción:

-Tendrían que a la gente ponerle una máscara (sic), esas como las que te ponen cuando hacen el control alcoholemia, no flaco?

Levanté la vista de nuevo, esta vez más comprensivo a su discurso, y lo miré con dulzura y una sonrisa bondadosa.

-...porque éste qué va a saber lo que es estar tres días sin comer... sabés lo que es estar tres días sin comer? entonces en vez de fijarse si tomaste alcohol te ponen esa máscara, vos soplás y te calcula cuanto tiempo estuviste sin probar bocado...

El pecho se me arrugó por un instante. Le di una última mirada misericordiosa, sin aflojarle a la mueca de la sonrisa copada, que ahora pasó a ser piadosa, y continué con Galeano. Sus ojitos tenían el brillo de un perro cercano a la aceptación, entre melancólicos, pícaros y entusiasmados, de sentir que alguien le pasaba cabida, que lo miraba directo a los ojos. Silencioso Alfio se bajó ni bien terminó de decirme eso, en la estación Independencia, que sale a la 9 de Julio. Pero antes Vozarrota le dio una última patada en la sien:
-Cuando cambien el modelo económico hablamos, mientras tanto te voy a seguir jetoneando la cola - y con su mano izquierda hacía el ademán de estar manoseándole el ojete abusivamente.

Yo había arribado de Mar del Plata ese mediodía. Estando allá, hasta las 2:30 de la madrugada había visto como Fito cerraba en esa misma avenida donde desembarcaba Silencioso Alfio y su papada, los festejos de esa cosa tan copada como lo fue el Bicentenario, o los 200 años de tener un gobierno propio. Algo asi como una mina de 21 años en silla de ruedas festejando que hace dos décadas aprendió a caminar por su cuenta.

Llegué a la última estación, Bolívar, y me bajé. Vozarrota piropeó a una que estaba por entrar. Después le golpeaba la ventanita y le sonreía, se hacía el lindo. Me quedé mirando un mapa de combinaciones de subte, y al darme vuelta, Vozarrota estaba a punto de subir la escalera que llevaba afuera, al Sol. Comenzó a subir rengueando. Unos escalones después lo alcanzo, y al pasar por al lado le dije:

-Nunca te calles.

Entendí luego que estaba diciéndome eso a mi mismo, con Vozarrota como excusa. Con una sonrisa, me retrucó:

-Que no se calle la calle...
-Hasta luego, loco.
-Nos vemos, amigo.

Y ahi, en el bicentenario Cabildo, nos despedimos.