domingo, 8 de enero de 2012

Los Códigos


Roberto Escalera es un volcán de anécdotas de lo más desopilantes y de acciones conmovedoras. De niño me parecía alguien salido de un sketch de Alberto Olmedo.
Un viejo y entrañable amigo de la familia que lograba hacerme reír estrepitosamente a carcajadas, como muy poca gente de su edad lograba y cuyas circunstancias de la vida, ya sean carencias o simplemente errores del pasado, lo arrastraron a situaciones de marginalidad, de las cuales tuvo que dar cuenta pasando un tiempo en las sombras. Tiempo del cual se registran secuencias que parecen salidas de una comedia italiana, como la que cuenta Pepe, el quinielero, quien con otros muchachos del barrio fueron a hacer un desafío a la cárcel con algunos internos conocidos. Cosas de antaño, que sucedían ciertamente, y que hoy resultan fantasiosas.

Pronto a empezar el partido, Pepe ve a Escalera pasar, agobiado, con un par de baldes de agua:

-¡Roberto! ¡Vos también viniste!
-Yo no vine, Pepe... a mí me trajeron...

Roberto aborrece a los fierros, a los asesinos y todo aquel que porte un arma. No era eso parte de su estilo. Pero el estigma carcelario logró que muchos le den la espalda, lo cual atentaba contra sus ansias de comenzar de nuevo y de acceder a un trabajo digno.

Armando Feola, el Gordo, era chef y socio de algunos restaurants muy cajetillas. Tenía una habilidad para encarar ese tipo de emprendimientos realmente notable, capaz de hacer funcionar una fábrica de estufas en pleno desierto. Estableció una bella amistad con mis padres y allá por el año 1987 hizo el catering del cumpleaños de 15 de mi hermana sin cobrar un centavo.

Por esos mismos años, el Gordo Feola le dio trabajo a Escalera -a quien no conocía de hacía demasiados años- en una parrillita que se puso en Rivadavia y Esmeralda, en la que fuese la casa del gobernador Manuel Dorrego, en un hecho que aun no sabemos como logró y que solo Feola podía lograr con su implacable astucia persa, ya que era un lugar que, entendemos, es patrimonio de la ciudad.

Unos años después, el Gordo Feola falleció.

Desde ese entonces, año tras año y en uno de los gestos de humildad y grandeza más significativos que he conocido en mi vida, Escalera le lleva, religiosamente y sin fallarle jamás, una flor a su tumba.








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