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domingo, 2 de junio de 2013

Cuando aquella vez fue nuestro secreto.

Me habían roto el corazón una vez más y, como siempre y con cada una, esta era la vez peor. El frío en la nuca que arremolinaban los guadañazos a mis espaldas, el abollamiento rápido, ágil, implacable, seco del alma, que se encogía como en un infarto, el aturdimiento, la mirada perdida, la percusión parca de los bobazos, tapando los bocinazos de la enorme avenida. La aceitada interacción entre las oscuras percepciones de mi espíritu y el embotamiento sordo de los sentidos, lograban en conjunto sensibilizar otras áreas de mi ser. La cabeza empezaba a bombardear con un puñado interesante de contextos freídos bajo drásticas decisiones. Y entre ellos, desde el caos, de entre la paja muerta de la desolación, se cruzó aliviadoramente su cara.

Caminaba veloz y se secaban los sollozos. Crucé todo, subí, entré. Atravesé el imponente hall, atravesé el amplio pasillo, abrí la enorme y pesada primer puerta de madera, luego abrí la segunda, luego la vi allí, como siempre, luminosa, implacablemente refinada y señorial, en la dosis justa entre la dama más elegante del cóctel, y la mujer más sencilla y dócil del barrio. Los años que no le pasan y entonces, encima, es ayer, es hoy, es siempre, siempre... 
Caminé hacia ella, y sus brazos se abrieron como dos alas, alas como de águila. Ahí estaba el hombro que acolchonó nuestras caras desde siempre, desde que eran caritas. Tibio y perfumado, mientras cada uno de sus cabellos absorvía diligentemente mis lágrimas, mientras mis manos se aferraban a sus omóplatos, mientras sus manos rascaban dulce mi cabeza. Allí estaba, desnudo totalmente en mis emociones, completamente en pelotas en medio de la nada absoluta, y mi vieja, calladita, se prendía un fueguito en el corazón. En el medio de ese bosque que se armó ahí nomás, iba y venía, llevaba y traía leña, la prendía, soplaba la brasa, mientras el boludón inconsolable lloraba y lloraba sentado a unos metros, sobre un tronco. Después se sentaba a mi lado y su voz lo hizo todo mejor y más cálido, y así fue cómo entendí un poco más sobre esto de ser hijo y de tener una madre como esas, esas que se ganan que les escriban y canten un vals, aunque el vals sean ellas.

Hoy es tu cumpleaños, te amo.

Javier.

  

domingo, 21 de octubre de 2012

"Pelo"

Enrique lo encontró a mi viejo bastante perturbado porque no hallaba por ningún lado -y jamás halló- una antigua correa como la que usan los canillitas para cargar los diarios, que había heredado de su amado tío Florentino. "¿Cómo puede ser?" -decía- "¡La correa del tío Florentino!", se lamentaba.
Enrique -o "Pelo", tal su apodo para nosotros- lo escuchaba. Pelo siempre escucha, y asiente pacíficamente, casi zen. Con su natural, sencilla y arrabalera sabiduría, lo tomó del hombro y le dio no un consuelo, sino un consejo de vida: "Pero negrito... no busqués más... la tenés acá...", le dijo, suavemente, mientras le palmeaba el pecho del lado del corazón. Y mi viejo nunca más volvió a buscar esa preciada correa. Desde ese momento entendió, por fin y de manera práctica -porque siempre lo supo- que uno no pasea por los campos del recuerdo ni con la vista ni con el tacto, y que solo el corazón es permeable a las nostalgias. El único y genuino depositario de todo lo que tenga valor afectivo. Los objetos son meros farsantes.

Enrique es así. Con menos de 8 palabras, logra cambiar tu visión de las cosas como si fuese un ilusionista que en lugar de alucinarte una fantasía, le cambia la perspectiva y los colores a tu realidad cuando ésta se altera y destiñe.

Mi papá era muy jovencito cuando lo conoció trabajando en una sastrería, un adolescente. Pelo ya era un hombre, que hacía rato salía a las milongas como un lobo estepario y con la bohemia eran dos patos marchando a la par. En las orquestas de Carlos di Sarli (su favorito de siempre) por ejemplo, sacaba a bailar a una muchacha. Mataba un trago, se acomodaba el saco, tomaba su mano con la izquierda, la cintura con la derecha, acercaba su frente, cerraba los ojos, sus oídos olían el perfume de la melodía, su mundo interior estallaba como una ola contra un acantilado y entonces, danzaba. La muchacha y él eran dos desconocidos, así que luego de largos segundos en silencio, al ver que Enrique no emitía sonido, ella tomaba la iniciativa, haciéndole alguna pregunta: "¿viene de lejos?", por caso. Pero Enrique, ensimismado, embriagado entre las caricias de los violines y sintiéndose más vivo que nunca gracias a las cuerdas del piano, que con su tensión vibraban en sus piernas, su nuca y sus sienes con una cosquilla alegre, y gracias a ese bandoneón que respiraba por él inflándole y desinflándole el pecho, respondía: "escuchemos... después hablamos... ahora, bailemos...". Porque él iba a bailar. A escucharlo al Tuerto. Para lo banal, para lo que fueron todas y todos, ya habrá tiempo.

Tiempo. Ahora lo percibo. Eso es lo que me transmite Enrique: tiempo. No por sus años, que no son pocos. Sino por la cadencia con que lo maneja. Al caminar, al mirar, al hablar, al sonreír, al beber. Como si fuese su dueño. Como si lo manejara a piacere. Como si anduviera levemente en cámara lenta. Despreocupado, relajado, ajeno a los tiempos que digitan los constantes nuevos tiempos, atemporal. Como Bochini, Riquelme o Pastore, que en lugar de una pelota lleva dominado un reloj en los pies.

Pelo anda desaparecido. La última vez que se lo vio fue el 8 de Octubre de este año. Despacito, tranquilito, se fue. En un instante se hizo etéreo. Y ahora nuestra vista y nuestro tacto son demasiado superficiales para acceder a él. Son una tontería. No sirven. Son sentidos absurdos para percibir a un océano viviente como Enrique, lleno de profundidad.
Así es que ni lo buscamos, porque en casa aprendimos para siempre su lección: está más cerca que nunca, está acá, en medio del pecho.
Como la correa del tío Florentino.

Para Betty y Daniel.







miércoles, 27 de octubre de 2010

Chau, crack!


Adiós al más grande líder político y estadista de las últimas siete décadas.

Enorme pérdida para los sin jeta, cuyo vacío experimenta cruelmente con mis esperanzas y con la sensación de desamparo. En mi memoria siempre.

Se fue laburando.
"Cuando estaba en la cama me decía: 'levantate, no te podés quedar en la cama. Tenés que acompañar a Cristina'"

GRACIAS!!!!

viernes, 6 de agosto de 2010

Érase una vez...


El 5 de Agosto de 1910 nacía en Ensenada Herminio Masantonio. Ayer fue el centenario de su nacimiento, y hoy me siento raro. Raro de extrañar a alguien que se fue a los tempranos 46 años, cuando mi viejo tenía 14. Se puede extrañar, cuando se va, a lo que no se conoció en persona, como tantos ídolos populares han demostrado. Pero, ¿es posible con alguien que no fue contemporáneo de uno? ¿Que no se disfrutó ni se vio ni desde la distancia que marca una tribuna al campo de juego, ni siquiera aun desde la televisión, solo a través de fotos, historias, revistas, anécdotas y leyendas?

Para mi sí. Y no cuento con demasiada explicación: siento que lo extraño, porque íntimamente se que si él estuviera, todo estaría mejor en mi Quemero mundo. Me sentiría protegido. El Masa resume en su figura todo lo que me enorgullece de ser de Huracán. La camiseta, el escudo, el Palacio Ducó, el barrio, el arrabal, Manzi, el Ringo Bonavena y, por encima de todo ello, ahi está Él, como el guardián que custodia todo lo sacro que representan dichos nombres y estandartes.
Es nuestro San Martín, es nuestro Guevara, es nuestro Batman. El que rechazó una abundante oferta de la Juventus de Italia para quedarse en Parque Patricios. El que cuentan aquellos que compartieron la cancha y el vestuario con él que, fiel a su fama de guapo de barrio, cazaba de la nuca a los rivales que les propinaban brutales patadas a los juveniles que debutaban en la primera, para ponerse cara a cara y decirles directo a los ojos: "A los pibes, no. Vení y pegame a mí, si te animás."

Llegó de jovencito de la mano de Tomás Adolfo Ducó, y la historia de Huracán jamás volvió a ser la misma: le puso una corona. Como centrodelantero y durante 12 años defendiendo la camiseta del Globo, marcó 254 goles en 349 partidos, posicionándolo como el máximo goleador Quemero y como el tercer máximo goleador del fútbol argentino, detrás de Arsenio Erico (293) y Ángel Labruna (292).

En la Selección Nacional, se consagró campeón en los campeonatos sudamericanos de 1937 y 1941, y goleador en los de 1935 y 1942. Masantonio cuenta con el mejor promedio de gol con la celeste y blanca: 1,10, producto de 21 goles en 19 partidos.

Otro hito Quemero se forjó con El Masa dentro del campo: en 1939, uno de los 7 torneos en los que Huracán fue subcampeón, el equipo logró despachar por única vez en su historia a los 5 grandes en una rueda: 2-1 a River en Núñez, 3-1 a Boca en la Bombonera, 3-0 a Racing en Avellaneda, y 3-2 a Independiente y San Lorenzo en el Ducó.

La justicia del destino le sonrió a su grandeza: fue Hermino Masantonio el primer jugador de fútbol en poseer una calle con su nombre, una en Parque Patricios y otra en Ensenada. Y cuenta con un monumento frente a la sede, un sector en la platea, en esa donde su temperamento lo ha mandado tantas veces a ver los partidos de afuera, por plantársele a la dirigencia y a algún que otro técnico, y le han compuesto dos tangos: "El mortero del Globito" y "El Pampero de Patricios".

Te quiero, Masa. Y eso es todo lo que tengo que decir al respecto.