miércoles, 7 de julio de 2010

Es tan simple asi: no podés elegir...

Carlos Toledo, el Charly. Fiel amigo de mi hermano mayor desde la adolescencia, amigo de la familia desde que era yo un bebé, y antes también. En esos años Luis Zamora fundaba el MAS (Movimiento al Socialismo) en plena dictadura. Luego de ser proscripto por la misma, tuvo buena participación activa en democracia, en su primer etapa entre el '83 y el '89. Charly fue uno de sus primerísimos militantes.
Inteligentísimo y sensible, extremadamente educado, de modos muy elegantes, voz suave y profunda, amante de Rush y su batero Neil Pert (fue también batero de una banda en los 80's llamada Alerta Rojo), así como de las grandes bandas del rock progresivo como Yes, Génesis, Jean Michel-Jarré y, por supuesto, del rock nacional vernáculo de aquellos años, desde el punk y new wave hasta el pop y el heavy metal. En esos años no había tanta tribu, la juventud se escuchaba y se nutría de todo. Regenteaba una sala de ensayo a la vuelta de mi casa, en la avenida Juan Bautista Alberdi casi Centenera, donde se cometían desmanes de todo tipo, y la frecuentaban gente como los Rata Blanca. Alto, flaco, físicamente era la perfecta unión entre Skay Beilinson y Bob Geldof, tanto en su porte como en su parecido y en lo que emanaban sus modos.
Recuerdo que teniendo yo entre los cuatro y los siete años, se amotinaba en la pieza de mi hermano a fumar porros, y me llamaban. Mientras jugaba con mis muñecos de He-Man, me hacían preguntas. Y flasheaban con las respuestas que daba, propias de la simpleza con la que un niño entiende la vida, antes de complicarse uno la vida con la vida misma, así como ellos dos que, entendía luego, ya habían comenzado a complicársela, y buscaban un poco de esa simpleza e inocencia que habían perdido. Él fumaba y me contemplaba, pensativo ante mis réplicas.
A mis 5 o 6 años, una tarde donde luego de hacer una observación sobre la ilustración de la portada del aclamado libro del doctor Víctor Frankl, "El hombre en busca de sentido", que recién arribaba a mi casa de la mano de mi viejo, me puso un apodo con el que luego se dirigiría siempre a mi persona: "el Mahatma". Cuando supe quién era, me sentí honrado.

Siempre tenía cuentos de filosofía oriental para contar. Y nos los contaba a mí y a mi padre, quien lo amaba y admiraba mucho. También yo lo admiraba por cómo narraba esos cuentos maravillosos. Y también por su bondad y por la paz que transmitía.
Charly era de esos que su sola presencia te hacía sentir bien.

Fue uno de los primeros programadores informáticos del país, cuando las computadoras eran algo que solo se veían en películas de ciencia ficción. Recuerdo que lo hacía en la compañía de helados La Montevideana, y también en muchas otras de capital y el interior del país, el cual recorría programando aquí y allá y ganaba muchísimo dinero. Dinero que poco duraba en sus manos. Me contaba una vez Marce, mi hermano, que luego de uno de estos viajes de trabajo se encontraron y fueron los dos juntos a un boliche. Encaró la barra y preguntó:

- ¿Cuantas botellas de Baron B tenés?
- A ver... unodostres... ocho.
- Bueno, reservámelas todas, por favor.

Y así fue como durante toda la noche compartió siete botellas de Baron B con mi hermano, porque una de las ocho la convidó a una mesa cercana con el clásico: "tengan, yo invito". Porque sí.

A lo largo de toda su vida, la gran cruz con la que Charly cargó fue su adicción a las drogas duras. No se si era general o tan común en los 80, pero sí puedo afirmar que era costumbre entre los amigos de mi hermano consumir cajas y cajas y frascos y frascos de pastillas. Aseptobrón, Romilán, Tamilán, etc., clavarse de un tirón dos pepas enteras, o inyectarse cocaína diariamente. Todos los días algo se consumía, y no bajaba de eso. Pero lo sorprendente era como ninguno manifestaba, a simple vista, rasgos, tics o comportamientos de adictos. Por el contrario, venían a mi casa, tomaban la leche con vainillas o los licuados de banana que mi mamá les preparaba, y que yo compartía con ellos, y luego subían a la pieza de Marcelo a hacer de las suyas.

Pasó el tiempo. Yo había crecido, y a Charly prácticamente lo había dejado de ver. Cuando 1996, ya con 16 años, mi hermano cumplía 30 y fui a saludarlo a su departamento en Emilio Mitre y Pedro Goyena. Estaba con tres amigos más. Uno, apodado "El Búfalo", amigo del secundario, otrora regente de Palladium. El otro no recuerdo. Pero con alegría, vi que el tercero de ellos era el Charly Toledo.
Charlábamos entre todos y tomábamos cerveza. En un momento, luego de pasar al baño y ver una inmensa bolsa de cocaína en la cocina (que no debía ver) le pregunté a mi hermano si podía fumarme un porro. Mi hermano se puso mal. No le gustaba ver o saber que su hermano menor transitase un camino que, a esa altura de su vida, le había dado muchas lecciones para mal, aunque no fuese más que un yuyo a comparación de su experiencia. El suponía que yo lo hacía, pero ciertamente era la primera vez que daba a conocer que fumaba marihuana. Al ver sus primeras lágrimas desistí de mi propuesta, y se empezó a hablar del tema drogas, donde fui aconsejado, sobre todo por el tema de la gilada.

Cuando me fui, Charly vino conmigo, caminando por Emilio Mitre hasta la avenida Juan Bautista Alberdi. Pasamos por enfrente de su antigua sala de ensayo, doblamos en el pasaje Bertres, ya a una cuadra de mi casa, nos sentamos en el umbral de una casa donde yo solía fumar por las noches, y prendí el porro. Me dijo que entienda a Marcelo, y que a él no le parecía "mal" que fume marihuana, pero que me cuide con el resto. Recuerdo que lo que estábamos fumando nos hacía toser mucho, y me explicó que es porque algunos le ponen Gamexane al faso.
Charly no estaba muy bien en ese entonces. Ahora sí se notaban las secuelas de tantos años de excesos. Se notaba en su aspecto, y en su manera de expresarse, como nerviosa, aunque siempre dulce y suave. En un momento de la charla, donde filosofábamos, dijo:

-¿Sabés qué Pichi? una vez me preguntaron qué cambiaría de mi vida si volviera a nacer. Y yo dije: "nada". Porque si mi vida así no hubiera sido, si algo la hubiese alterado, probablemente no habría conocido a mucha gente maravillosa, como tu familia, tus padres, tu hermano..."

Volvió a pasar el tiempo. Me cruzaba a Charly muy cada tanto por el barrio, y ya estaba bastante mal. Vestía como un vagabundo, con un sobretodo marrón antiguo, barba de días, el pelo muy sucio, y rengueando. Tenía el pie inflamadísimo. Luego supe que, como ya no le daban los brazos, comenzó a inyectarse en el pie, y se le infectó. Supe también que había dejado todo, casa, trabajo, y se internó en la villa de Cobo y Curapaligüe, atrás de Parque Chacabuco, cerca de los transas y junto a varios linyeras, los cuales le armaron una camita de cartón. Y allí, y así, decidió terminar sus días.

Pero así y todo, Charly no se permitió morir un triste invierno: se marchitó un 21 de Septiembre.

Desde ese entonces, los Días de la Primavera nunca volvieron a tener el mismo encanto para mí.

2 comentarios:

  1. Muy triste la historia, Pichi, me oprimió el pecho. Seguramente llegará el día en el que los días de la primavera vuelvan a ser felices, porque vas a recordar a Charly con una sonrisa.

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  2. Uh heavy! muy abajo esa historia. Me gustó mucho como la relataste, muy sentida, muy buena Nikki.

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