domingo, 25 de julio de 2010

Dios me salve, María...

- Esto sos vos -, me dijo, y señaló alrededor de nuestro hogar.
Lejos de resumirme a un puñado de cosas, a través de todo eso que fui adquiriendo en pos de un proyecto de convivencia, poquito a poco, me mostraba la evidencia de lo apto y diligente que era a la hora de encarar una responsablidad de ese tipo. Pero ese día había vuelto a fallarle. Tenía que pasar música en una fiesta de cumpleaños en el bar de un amigo, y...

- A que hora volvés?
- Entre las 5 y las 6, bebé.

Caí a las dos y media de la tarde. Los malos hábitos me habían arrastrado lejos de ella y de mí por milésima vez. Una vez más, mi escaso metro setenta, mis setenta y tres kilos y mi falta de conducta habían desatado un vendaval de angustia que se llevó puesto no solo a mi pareja, sino a mis suegros y a mis padres, que lloraban desconsolados a la distancia. Casualidad o instinto, llamó mi madre esa mañana desde Mar del Plata, cosa que nunca hace, para ver como estaba. Vicky, con el agobiante peso del desvelo a cuestas, no pudo contener el llanto y confesar que no había regresado, con todo lo que eso implica un día de semana.

-Esto sos vos - me repitió.

La tristeza infinita de ver como había roto en mil astillas la vasija de cristal donde estaban depositadas mi credibilidad y su confianza, se traducía en un vacío interno que se expandía lenta y dolorosamente, como una ola de antimateria que desintegraba mi carne y mis órganos, dejando como resultado un cuerpo ahuecado donde solo habitaba mi alma expuesta, que para ese entonces se hallaba reducida al tamaño de una luciérnaga herida que titilaba lastimosamente en la silenciosa oscuridad de la nada.

Cuando desperté, a eso de las ocho de la noche, comencé a juntar mis prendas. Todo estaba acabado, lo había roto todo. Jalé demasiado de una soga que no era tan gruesa a esta altura de mi vida, solo un rejunte de hilachas absurdas. La pena y la desolación ahora carcomían lo que quedaba de mi alma avergonzada. El viejo recurso de comparar mis miserias con las de otros seres despreciables ya no surtía efecto: era un miembro más de ese club bastardo. Y no iba a soportar ni el fulgor de la pureza de su mirada ni la tela brillosa de sus ojos donde se pincelaba la defraudación.

Contra todos los pronósticos, su misericordia me acarició el rostro, me abrazó y me besó.

- Esto sos vos - dijo por última vez.

El reciente hecho todavía hace mella en mi. Solo puedo mitigar los resabios de depresión que arrastro por el injusto daño que había causado a la gente que amo expresándome a través de estas líneas, decorando este espacio como un confesionario, y aquel que lea esto será forzosamente mi párroco.

Asi que Padre Nuestro que estás en los Cielos...

2 comentarios:

  1. Estas situaciones hacen que frases hechas como "errar es humano, perdonar es divino" cobren real sentido.

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  2. Uuh pichi, esta historia es muy estrujante, me imagino el mal momento que pasaste. Tal vez te ayude recordar que esta de moda rescatarse...

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